Época:
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1750




Comentario

Por segunda vez en su historia, Roma había renacido de sus cenizas: las que dejaron en 1527 las tropas protestantes del Emperador cuando entraron a sangre y fuego en la ciudad, saqueando las iglesias y los conventos, robando las reliquias y dejando tras sí un rastro de muerte y destrucción que provocó una terrible sensación de desesperación y muerte sobre Roma. Julio II (1503-1513) y León X (1513-1521), con la ayuda de Miguel Ángel y de Rafael, habían llenado la ciudad de obras de arte y de belleza, pero, a finales de 1528, un viajero extranjero la definía únicamente como "el cadáver de una ciudad, arruinada y deshabitada". Y así siguió siéndolo durante más de medio siglo, hasta que Sixto V (1585-1590) llegó al solio pontificio y decidió sacar a la ciudad de su postración devolviéndole el esplendor que había alcanzado en los tiempos imperiales.
La ciudad de los papas debía rivalizar y superar a la ciudad de los césares y para ello se embarcó en una frenética actividad urbanística que iba a cambiar en una década el rostro de la ciudad: acabó de voltear la cúpula de San Pedro, restauró los acueductos, construyó fuentes, levantó obeliscos y abrió nuevas calles, de tal forma que en el curso de pocos años la ciudad se transformó de forma sorprendente y casi maravillosa.

Es cierto que, justo antes que él -en las afueras de la ciudad- el cardenal Ricci se había hecho edificar la villa Medici en la ladera del Pincio y que el papa Julio III había construido para su recreo, con la ayuda de todos los últimos grandes artistas manieristas, la sorprendente villa Giulia en las proximidades del puente Milvio. Y es cierto también que, en los años previos a su pontificado -en el interior de ella- Vignola levantaba la iglesia de los jesuitas, il Gesú, y que Giacomo della Porta terminaba las grandes obras civiles dejadas inconclusas por Miguel Ángel: los palacios del Capitolio y el palacio Farnese.

No dejaban de ser intervenciones importantes, pero también lo eran puntuales. Sin embargo, la ciudad que dejó tras sí el papa Sixto era una urbe nueva: una ciudad de largas y grandes calles rectas que se abrían en espectaculares tridentes (desde la Piazza del Popolo y desde Santa Maria Maggiore) creando un profundo contraste con las calles angostas y sinuosas del Medievo. Aquellas calles nuevas, jalonadas con los obeliscos egipcios que había trasladado de sus antiguos emplazamientos Domenico Fontana ante el asombro de sus contemporáneos, estaban pensadas para facilitar el tránsito de los peregrinos que cada vez en mayor número acudían a Roma para visitar las siete grandes basílicas de la cristiandad que, en vísperas del año 1600, se encontraban lejos de la ciudad renacentista, replegada sobre la zona del Vaticano y la curva del Tíber.

El trazado rectilíneo de las calles y los obeliscos -fácilmente visibles desde lejos- permitían a los peregrinos orientarse a través de ese gigantesco campo de ruinas en que se habían convertido los alrededores de las basílicas, pero aquellas calles, que se abrían a través de las zonas más deshabitadas del antiguo perímetro de la muralla aureliana, ofrecían nuevas perspectivas al desarrollo de la ciudad, que podía crecer de nuevo hacia la zona de las colinas, abandonada después de la caída del Imperio.

La ciudad pensada por Sixto V era una Roma simbólica y sagrada, edificada "in majoren Dei et Ecclesiae gloriam", sí; pero también una Roma práctica y funcional, como lo era también la multitud de iglesias y conventos, surgidos al calor del nuevo fervor propiciado por la Contrarreforma y que, con sus torres y cúpulas, cambiaron el perfil de la ciudad: grandes iglesias capaces de acoger a esas ingentes masas de peregrinos que iban a llegar a la ciudad pero en las que primaba más la preocupación por resolver los problemas prácticos que la de plantear una auténtica renovación del lenguaje artístico y arquitectónico.

Pero a medida que se iba atenuando el rigor de los primeros momentos contrarreformistas e iba apareciendo en escena una nueva generación de arquitectos y artistas de mayor talento que los que trabajaron en los últimos años del siglo XVI, cambió también el carácter del arte romano: nada más comenzar el nuevo siglo, Caravaggio y Annibale Carracci sorprendían a los romanos con una pintura que se apartaba por completo de cuanto habían podido ver hasta aquel momento. El primero, con su nueva manera de entender la pintura religiosa al narrar La vocación y El martirio de san Mateo en San Luis de los Franceses; y el segundo, al devolver a la fábula mitológica el verdadero espíritu de la Antigüedad clásica, recuperado por el Rafael de La Farnesina pero enterrado nuevamente con los rigores de Trento.

Un espíritu sensual y pagano que iban a recoger inmediatamente después la Aurora de Guido Reni y la del Guercino y, por supuesto, el increíble grupo de Apolo y Dafne de Gian Lorenzo Berníni. Al albergar de nuevo a los dioses de la gentilidad, la galería del Palacio Farnese, el casino de la Aurora, el casino Ludovisi y la villa Borghese, respectivamente, se convirtieron en los símbolos del renacer de esa "joie de vivre" tan ansiada por la sociedad romana y que había estado largo tiempo reprimida por la rígida moral de la primera Contrarreforma.

Bernini, entonces un joven escultor al servicio de Scipione Borghese, era el mejor exponente de esa "joie de vivre" y de esa vitalidad recién despertada que pondría al servicio del arte religioso cuando Urbano VIII (1623-1644) le nombró su artista áulico. "Es una suerte para vos, caballero -le dijo- ver papa al cardenal Barberini, pero aún es mayor la nuestra porque el caballero Bernini viva durante nuestro pontificado".

Urbano VIII quería emular con Bernini la relación de Julio II con Miguel Ángel y fue a él a quien encargó todos los numerosos proyectos que emprendió durante su largo pontificado, otorgándole una posición dominante que mantuvo toda su dilatada vida con los sucesivos papas a los que tuvo ocasión de servir, con la única excepción de Inocencio X, que favoreció más a quien fue su único verdadero rival, Francesco Borromíni.

Y fue desde esa posición hegemónica desde la que Bernini, como escultor, primero, y como arquitecto, después, dio a Roma la que, probablemente, es su imagen más característica: esa imagen de la Roma Triumphans que respira por todos los poros de su piel el orgullo y la seguridad en sí misma de una Iglesia que, tras los primeros momentos épicos de la Contrarreforma, ha salido definitivamente vencedora de su lucha contra el protestantismo.

La Iglesia que se aparece entre rompientes de gloria y visiones celestiales en La adoración del nombre de Jesús, pintada por el Baciccia en la bóveda del Gesú o la de la Alegoría misionera de los jesuitas pintada por el padre Pozzo en el techo de la iglesia de San Ignacio.

Quizá no haya mejor imagen para entender cómo era esa Roma y cuál era el impacto que quería provocar que la de la Cátedra de san Pedro vista a través de esa extraña estructura que es el Baldaquino. Y digo extraña, porque el baldaquino diseñado por Bernini se aparta por completo de los modelos arquitectónicos tradicionales para ajustarse a los modelos teatrales; a pesar de su gigantesco tamaño parece exactamente lo que es: un palio procesional llevado a escala desmedida, pero que sigue participando de la liviandad de su modelo.

Incluso parece como si el viento, imposible de explicar en el espacio cerrado de la basílica, agitara los adornos de tela que lo rematan, como si el viento fuera capaz de mover el sólido bronce con el que están hechas y que no es otro que el de las cubiertas del pórtico del Panteón cuyo saqueo tanto dio que hablar a los romanos que, entre la indignación y el sarcasmo, juzgaron severamente que "lo que no hicieron los bárbaros lo hicieron los Barberini".

Y a su través, con un efecto escenográfico cuidadosamente previsto por Bernini, lo que vemos es una igualmente gigantesca Cátedra de san Pedro, hecha en bronce macizo, apenas sostenida por los Padres de la Iglesia y que parece flotar ingrávida entre el suelo y el techo, bañada por la luz dorada de la gracia que entra a raudales por una ventana incorporada sabiamente a aquella estructura.

Lo que vemos es una aparición milagrosa, resuelta a través de procedimientos teatrales; porque no en balde, Bernini fue uno de los mejores escenógrafos de su siglo, que supo incorporar a su arquitectura los recursos propios de la escena: el interior de la basílica del Vaticano diseñado por él es una pura escenografía, lo mismo que lo son la Plaza de San Pedro, las fuentes con que llenó la ciudad y la procesión celestial que se puede ver portando los símbolo de la pasión en los pretiles del puente de Sant' Angelo.

Berníni renovó por completo la arquitectura y la imagen de la ciudad, pero fue también quien creó la nueva imagen del santo católico. Un santo que es ante todo, un héroe y que incorpora todo aquel código de elementos simbólícos, referencias y valores que hasta aquel momento estaban reservados a los héroes militares. Por eso, no es casualidad en absoluto que el primer santo en el que se encarna el espíritu de esta Roma Triumphans sea precisamente un santo soldado, san Longinos, con su coraza y su lanza, cuya figura se expande fuera del nicho que pretende inútilmente contenerlo en el interior de uno de los pilares que soportan la gigantesca cúpula de San Pedro.

Si teatral era la arquitectura de Bernini, no lo va a ser menos su escultura concebida también a la mayor gloria de esa Iglesia que ya se sabe triunfante. Sus santos se mueven sobre los altares de la misma manera que puede hacerlo un grupo de actores encima de un escenario. Y si san Longinos ere sus brazos con el gesto declamatorio de quien acaba de ser iluminado por la fe al reconocer como Dios a un hombre al que acaba de traspasar con su lanza, santa Teresa recibe el dardo del ángel en un auténtico escenario de teatro, con su embocadura y todo, ante la mirada atenta de varios miembros de la familia Cornaro que -siendo ellos mismos objetos de contemplación- asisten a la representación cómodamente instalados en los dos palcos que, a izquierda y derecha, flanquean los lados menores de su capilla.

Al convertir la arquitectura y la ciudad en escenografía, Bernini marcó la pauta con que se habían de regir las grandes intervenciones posteriores que acabarían de dar a la ciudad de los papas su fisonomía característica en su siglo y en el siguiente. En su siglo, el interior de Santa Maria in Campitelli, de Rainaldi, con su sucesión de pantallas de columnas es un montaje escenográfico perfecto, como lo son también la fachada y la plaza diseñada por Pietro de Cortona para la iglesia renacentista de Santa María della Pace y la famosa "prospettiva" de Borromini en la galería del palacio Spada.

El alejamiento de la corte papal de Bernini ofrece a Borromini la oportunidad tantas veces deseada. En 1646, recibió el primer encargo pontificio de su vida: la reestructuración de la basílica de San Giovanni in Laterano. La segunda comisión del papa Pamphili, la iglesia de Sant'Agnese in Agone, se presenta como otro clamoroso reconocimiento a sus valores como arquitecto. La fachada de San Carlino, retomada en 1665 y acabada después de la muerte del arquitecto, cierra la carrera de Borromini en donde la inició.

La vitalidad creadora del ambiente romano no se agota con Bernini y Borromini. De nuevo, Roma hace a la tercera gran personalidad del pleno Barroco romano, el toscano Pietro Berrettini, llamado da Cortona. Su actividad arquitectónica se inicia precozmente y se desarrolla, copiando edificios antiguos, bajo la tutela de los mismos ideales y protectores que presidieron su quehacer pictórico. Sus creaciones arquitectónicas revelan un elevado rigor y una madurez que le sitúan como uno de los mayores protagonistas de la arquitectura barroca.

Y en el siglo siguiente continúan las grandes intervenciones: la escalera de Francesco de Sanctis, la plaza construida por Filippo Raguzzini delante de la iglesia de San Ignacio, el desaparecido puerto de Ripetta de Alessandro Specchi y la Fontana de Trevi de Nicola Salvi, en la que el concepto escenográfico y teatral de la arquitectura se hipertrofia hasta límites difícilmente imaginables, a1 punto que la plaza entera se encuentra ocupada por una fuente que adopta las dimensiones colosales de la fachada de un gran palacio.